Comunicación audiovisual, Ciber/Hackfeminismo y TRIC para el desarrollo | Marta García Terán
Grafitti en un edificio en Lisboa, foto de @The__Rak, primavera de 2009.
Después de varios días de estar maravilladas por la luz de Lisboa, caminar sobre el empedrado de sus calles, degustar los ricos postres, café pingado, y escuchar bellos fados en un barcito de Graça mientras comíamos bolinhos de bacalhau, regresábamos a casa.
Llegamos con tiempo a la estación de Santa Apolonia, de donde salía el viejo tren hasta nuestro destino final. Nos ubicamos en el vagón con ayuda del revisor. Al poco llegó una señora con una gran maleta a quien no entendí lo que dijo, pero su lenguaje corporal dejaba claro la necesidad de ayudarla a ubicar el enorme bulto en el estante superior.
Mi hermana, tras vivir varios meses en la ciudad, se manejaba con el idioma, y entabló una conversación con la señora. Ambas sonreían, así que yo también, pero después de media hora y habiendo dejado atrás la vista del río Tajo, decidí seguir leyendo el libro que me acompañaba desde el inicio del viaje, una edición anotada de La Divina Comedia, para muchos un ladrillo, para mí mi Everest en al ámbito literario. Nada mejor que unas vacaciones y largos viajes en tren para cultivar el buen gusto de la lectura.
Escuchaba de fondo risas y algunas palabras que llegaba a entender de su conversación (solo algunas y de boca de mi hermana) mientras intentaba concentrarme en mi libro, pero un destello fue lo que llamó la atención. Entre tanta conversación el reflejo del sol del final de la tarde en un cuchillo jamonero me congeló.
La señora lo empuñaba con agilidad mientras reía… y mi hermana reía también ¿qué estaba pasando? La señora lo movía frente a ella y como en partido de tenis miraba primero a mi hermana y después a mí. No entendía nada, pero sabía que algo tenía que hacer ¿y si estaba amenazándonos y mi hermana de los nervios no podía más que reír?
Agarré La Divina Comedia por el lomo y golpeé a la señora con todos los círculos del infierno, purgatorio y cielo. Cayó redonda en el pequeño espacio entre los asientos mientras yo salí corriendo y gritando para llamar la atención del revisor.
Ya en el pasillo sentí un tirón en mi ropa «¿Pero qué has hecho?» gritaba mi hermana mientras el revisor nos miraba sin entender nada. Minutos después sabría que tuve, digamos, una actitud desmesurada ante una situación que no era lo que parecía.
Mi hermana regresó al vagón y ayudó a la señora a levantarse del suelo mientras el revisor preguntaba qué estaba pasando. «Doña Amàlia me estaba enseñando que con la revista que compró en la estación le regalaron un cuchillo y en ese momento mi hermana ha perdido la cabeza y la golpeó con su libro». Yo ojiplática por la revelación, comencé a disculparme con la señora, que me miraba con desconfianza y todavía con el cuchillo en la mano.
«Nao faz mal dona Amàlia» decía el revisor mientras se la llevaba a otro vagón, mirándome con recelo. «¿Pero qué te pasa?» me preguntó mi hermana y le expliqué que levantar la vista del libro y ver a la señora empuñando un cuchillo jamonero mientras se reía como reina mala, había provocado en mí esa reacción.
Mi hermana soltó una carcajada, como si se esperara que ese tipo de locuras vinieran de mí. A partir de ese momento apliqué dos normas en mis viajes (sobre todo al volver a Lisboa): nº 1: aprender el idioma local, por cualquier cosa, y nº 2: revisar previamente los complementos que regalan con las revistas en el kiosko de la estación. Créanme, puede salvarles la vida.
Cuento escrito el 12/10/2014 porque hay cosas que pasan de verdad que merecen ser «mejoradas» literariamente. Dedicado a RGT.